Las palabras, los días y las noches
Los salmos fueron escritos en diferentes épocas entre el siglo X y el siglo V antes de Jesucristo. No sabemos la fecha en la que fue escrito el salmo que lleva el número 19 (en algún momento alguien decidió ordenarlos y numerarlos), pero, en cualquier caso, es fascinante imaginar a alguien escribiendo un texto así en una antigüedad tan remota. ¿Cómo era ese hombre que se sentó a escribir esto? ¿qué instrumentos utilizó? ¿para quién escribía, qué lo motivaba? Cuando habla del cielo y la tierra, o cuando se refiere a “los confines del mundo” ¿qué se imagina? ¿Cómo es ese mensaje que transmitían los días a las noches “sin pronunciar palabras”?
“El cielo proclama la gloria de Dios
y el firmamento anuncia la obra de sus manos;
un día transmite al otro este mensaje
y las noches se van dando la noticia.
Sin hablar, sin pronunciar palabras,
sin que se escuche su voz,
resuena su eco por toda la tierra
y su lenguaje, hasta los confines del mundo.” (Salmo 19)
La belleza del texto y sus matices hablan de un autor culto y poseedor de un rico vocabulario, ¿dónde escribía? ¿en una casa, una carpa, en el desierto, una ciudad? ¿cuál era su intención? A todas estas preguntas se pueden agregar otras: ¿por qué este texto se conservó tantos siglos? ¿quiénes se ocuparon de guardarlo generación tras generación? ¿por qué lo consideraron tan valioso como para tomarse el trabajo de copiarlo y volver a copiarlo, una y otra vez ¡durante siglos!? Ese cuidado en guardar estos textos habla de la cultura y la riqueza espiritual de un pueblo que los valoraba como auténticos tesoros. Con estos salmos los judíos oraron desde la más lejana antigüedad y aún siguen haciéndolo. La Iglesia los incorporó a sus oraciones y los cristianos también los repiten. Gracias a toda esa historia estas palabras llegaron hasta nosotros y ahora copiando y pegando, en un par de clics, podemos poner un poema como este en la pantalla de nuestra computadora.
El texto es impresionante no solo por lo que dice y cómo lo dice, también lo es por lo que calla, lo que oculta, las preguntas que plantea “sin pronunciar palabra”. Por ejemplo: ¿tiene sentido hablar en las sinagogas o las iglesias si es el cielo el que proclama la gloria de Dios? o, si el firmamento anuncia las obras divinas, ¿para qué dedicar tiempo y esfuerzo en explicar los misterios celestiales? ¿por qué proclamar con entusiasmo un mensaje que cualquier día transmite al siguiente con tanta naturalidad? ¿cuál es la novedad de la noticia de la que hablamos en las clases de catequesis, o de teología, o en las homilías, si ya las noches la van anunciando desde al principio de los tiempos? ¿para qué seguir usando palabras si sin necesidad de ellas “resuena su eco por toda la tierra y su lenguaje llega hasta los confines del mundo”?
Difícilmente los corazones que no se estremecen ante las maravillas de la creación se conmuevan ante un discurso pronunciado en un templo y es poco probable que las palabras de un viejo libro modifiquen una actitud de indiferencia de quien no se conmueve por la belleza de un atardecer, o por un gesto de amor o una sonrisa. Si hay quienes no pueden escuchar ese mensaje debe ser porque los días a las noches y las noches a los días no solo les transmiten buenas noticias, también son inmensas las tragedias y los dolores que recorren la historia “hasta los confines del mundo…” Quizás por eso seguimos necesitando nuevas palabras y por ese motivo los humanos una y otra vez a lo largo de los siglos, buscamos con las palabras entender aquello que hay más allá de la belleza y también aquello que no tiene ninguna belleza y que encontramos en nuestro mundo a cada paso que damos.
Como los días y las noches no solo transmiten belleza, entonces buscamos con algunas palabras y algunos gestos atravesar esas defensas detrás de las cuales nos refugiamos para protegernos cuando aparecen el dolor y el desconcierto. ¿De qué otra manera podemos llegar hasta esos corazones (quizás también al nuestro) que a causa del sufrimiento se han hecho impermeables a la belleza o al amor? Solo algunas palabras tienen el poder de curar porque solo con ellas podemos encontrar nombres para los dolores y porque ellas nos permiten a hablar de ellos.
Las palabras exorcizan, ahuyentan fantasmas, abren caminos. Cuanto mayor es el sufrimiento que hay en el mundo más necesitamos nuevas palabras que generen espacios para compartir, relatos que derriben defensas y abran oídos para escuchar los días y las noches que sin cesar proclaman “la gloria de Dios”. Por eso seguimos hablando, predicando, explicando, repitiendo, aquel mensaje que “un día transmite al otro”, aquella noticia que “las noches van dando”, y también aquel poema que un día cualquiera un desconocido introdujo para siempre en la historia de la humanidad.